1/3/07

Valparaíso

Hace pocas semanas hubo un gran incendio en pleno centro histórico de Valparaíso. Aquel día me enteré por la mañana a través de Google News y en la tarde vi detalles en la televisión española. Entiendo que hubo muertos, creo que dos, lo cual hace que cualquier otro tipo de pérdida sea intrascendente.

Dj Cazuela me envió este relato que explica muy bien uno de los grandes errores que comentemos en Chile: no apreciamos lo que nos hace particulares en este mundo, aquello que tenemos sólo nosotros y nadie más, por ejemplo, Valparaíso...

Alonso en Valparaíso (Cristián Warnken)

Le prometí a mi hijo Alonso que, cuando cumpliera cinco años, lo llevaría a una "aventura" a Valparaíso. Alonso y Juan el Valiente -uno de sus amigos imaginarios- desembarcarían en el puerto el sábado 3 de febrero. Navegaríamos Alonso, Juan y yo por los ascensores y las escaleras. Haríamos un catastro provisorio de los gatos de la ciudad, tomaríamos un "trolley" verde, recorreríamos los miles de "lugares valiosos" (fuentes de soda, mercerías, panaderías centenarias), para conversar con los habitantes de una ciudad que no esconde su pobreza ni su vejez, y que siempre nos devuelve a una infancia donde se respetaba la belleza y las cosas se hacían bien y con poco, el mundo de lo "bueno, bonito y barato".

En nuestro mapa y ruta de viaje estaba, en primer lugar, tomar un "trolley". Ahí comenzaría el viaje mítico de un chileno de cinco años: en la plaza Echaurren le contaría la historia del primer barco que llegó acá -el "Santiaguillo"-, para abastecer a Diego de Almagro. En ese punto axial reemprenderíamos el viaje de todos nuestros antepasados -croatas, alemanes, ingleses y tantos otros-, recobraríamos el tiempo perdido de Chile. Alonso tiembla de emoción, se agarra de mi brazo, lleva aferrado un pequeño cuaderno que será la bitácora a una ciudad que él imagina otro país ("¿Cuándo volveremos a Chile, papá?").

Tomamos un taxi en el terminal de buses para ir en dirección a la Aduana, y desde ahí subir al "trolley" verde, para llegar a la plaza Aníbal Pinto y hacer nuestra primera parada en el café Riquet (donde beberemos un chocolate caliente), cuando vemos ante nosotros una gran nube negra ensombrecer el cielo, y el ruido de las sirenas, y la gente que corre, y Alonso que me pregunta qué pasa, y yo no puedo decir nada: las calles de nuestra aventura, los amigos del viaje, todo arde, se esfuma ante nuestros ojos -ceniza que empezamos sentir como sabor amargo en la boca.

La radio habla de "vetustos edificios". ¡Yo sé que eso no es verdad!: los edificios que arden ante nuestra mirada son ejemplos de la impecabilidad y la calidad de una arquitectura que ha resistido todos los peores embates del tiempo, que envejeció mucho mejor que lo que envejecerán tantos edificios que hoy se levantan a la rápida, sin estilo y sin alma, y quién sabe con cuántos errores de "detalle". También sé que los moradores de esas esquinas son un patrimonio vivo de gente de esfuerzo y oficio, que ahora lo acaban de perder todo, por la culpa de una negligencia (todavía no sabemos de quién) que ya es parte de un estilo de hacer mal las cosas que se ha instalado como forma de ser nacional, y que ahora revienta por una fuga de gas (ayer fue un puente caído, un tren con fallas, etcétera).

Los vetustos edificios y sus habitantes son ni más ni menos que el corazón histórico de Chile, y la calle Serrano -como todas las calles de Valparaíso- es un patrimonio de un valor que merece más que simples "manos de gato", pintada de fachadas y declaraciones retóricas y pomposas sobre la "cultura".

¿Qué decirle a mi hijo Alonso cuando me pregunta quiénes son los "malos" que quemaron las calles que íbamos a recorrer?Le digo que en este país no es el mal el principal enemigo, sino la tontera; que somos un pueblo de inauténticos; que la mezcla de siutiquería y teorías y discursos que fallan siempre en los detalles terminarán por convertir todo en ruinas. Que algo más que el gas huele mal en este reino, y que son las gentes del viejo Chile las que lo han denunciado primero. Pero nadie las ha escuchado, nadie les contesta nunca el teléfono.

Alonso escucha mi cuento perplejo y -ante mi sorpresa y la de la gente que observa demudada la catástrofe desde el mirador en que estamos- comienza a llorar.

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